martes, 4 de marzo de 2014

Caracas Socialista

Luego de una larga y silenciosa batalla de quince años, comenzados a contar desde 1999, los historiadores, cronistas y documentalistas coinciden en que el verdadero proceso de implantación del socialismo en Venezuela se inició el 12 de febrero de 2014.
Luego de once meses de cruentas peleas callejeras, la rebelión civil iniciada por los estudiantes venezolanos, fue finalmente sofocada.
El régimen de Nicolás Maduro se mantuvo firme en una línea progresiva de violenta represión y de cercenar la comunicación y suministro de  información entre la población en general, pero en especial dentro de los que le adversaban. La primera censura fue prohibir a las plantas de televisión nacionales transmitir ninguna información en cuanto a las revueltas callejeras. El segundo manto de silencio afectó las emisoras extranjeras que se hacían eco de la situación en las calles venezolanas. Esas fueron suprimidas de la parrillera de las cableras. Con la prensa impresa no tuvo que hacer mucho, simplemente esperar a que uno a uno cada periódico o revista acabaran con sus reservas de papel.
Inmersos en esa oscuridad periodística, cada celular se convirtió en una cámara fotográfica o de video, y cada venezolano amante de la libertad, en un improvisado pero valiente periodista. Pero el régimen no tardó en perder la escasa compostura democrática que hasta entonces asumía por pura conveniencia y comenzó a intervenir la comunicación por Internet. Amos de todos los brazos de este monstruo, no les costó nada bajar la velocidad de transmisión, con lo cual subir fotos o videos se volvió una tarea titánica. Fue entonces cuando se redujo el número de fotos que se subían a Twitter o a Facebook, pero la calidad de lo poco que se montaba era simplemente contundente. Viendo las fallas y aciertos de los videos y fotos propias y ajenas, cada venezolano aprendió a encuadrar mejor, a buscar el mayor número de información en cada disparo fotográfico o toma de video. El régimen no sabía qué hacer porque cada fechoría que cometía, había por lo menos dos o tres cámaras que grababan sus andanzas. Parecía que cada venezolano tenía una cámara hasta en el culo.
Finalmente nos desconectaron el internet. Fue un duro golpe. Nos arroparon las tinieblas. Nadie sabía qué ocurría o dejaba de ocurrir. Comenzaron a correr los rumores. Noticias falsas o noticias ciertas, tan distorsionadas, que se volvían falsas. Fue entonces cuando la mirada de todos se volvió hacia los celulares. No podíamos transmitir fotos ni videos a través de ellos, pero sí podíamos transmitir cadenas de información. Creamos tres niveles de información para esas cadenas: Pásalo a todos, pásalo sólo si estás seguro que tu amigo o familiar está con la causa y, el tercero, era información que sólo podía ser difundida en círculos bien restringidos y previamente determinados.
La causa. Fue una frase que apareció en Twitter pocos días antes de que desapareciera. Todos la hicimos nuestra (digo, hablo, por supuesto, en nombre de los opositores) porque necesitábamos una palabra, un concepto, una idea que nos uniera y nos unificara. Ser opositores no era suficiente: ahora teníamos una CAUSA. La causa.
Mientras tanto, Nicolás Maduro, desesperado, comenzó a dar luz verde a sus hordas motorizadas, los llamados Colectivos. Su estrategia de ataque era pasearse por las calles de Caracas en grandes grupos, a veces a mucha velocidad, produciendo mucho ruido. Otras, en cambio, iban muy despacio, entonando letanías en honor al gran jefe Maduro o al Comandante Eterno Chávez. Sacaban sus armas cortas y disparaban al aire. A veces a alguna casa o edificio. Y si al día siguiente se enteraban que había habido un muerto en esa casa o edificio, nadie se sentía culpable. Era un muerto de todos. Es decir, de nadie.
Eran terroristas sembrando terror.
Para finales de abril la gran mayoría de las ciudades del país comenzaron a quedar desabastecidas de alimentos y combustibles. Los bancos y automercados trabajaban apenas un par de horas al día, lo que ocasionaba gigantescas colas de personas que sabían no serían atendidas. Fue CNN quien en una de sus transmisiones se atrevió a calificar por primera vez nuestra situación: Guerra Civil en Venezuela.
Para ese momento ya había un numeroso grupo de venezolanos, políticos de profesión y algunos líderes improvisados, que operaban desde la clandestinidad. Surgió la palabra Resistencia y con ella, el sentimiento de que no podíamos rendirnos.
Comenzamos a aplicar los olvidados métodos que la guerrilla venezolana había utilizado con cierto éxito en los años sesenta: volantes, explosión de niples para la distribución de los mismos en zonas populares, mítines fugaces en plazas, avenidas o cualquier sitio abierto de fácil escape y con suficientes personas para hacernos escuchar.
Pero no fue hasta finales de noviembre cuando el Régimen se las jugó el todo por el todo, y ganó.
El trabajo le fue encargado a los motorizados de los Colectivos y a la legión de mercenarios llamados Los Tupamaros. No hubo orden precisa. Simplemente se les dejó “hacer”.
Siempre se movían custodiados por tanquetas de la tristísimamente célebre Guardia Nacional Bolivariana. Los Colectivos y Tupamaros eran, según los partes oficiales del régimen, el Pueblo defendiendo su revolución. Una fuerza decidida a luchar por “la defensa de la Patria y de los intereses de todos los venezolanos de paz”.
Podían hacer lo que les diera la gana: desde entonces, repito, finales de noviembre de 2014, los Tupamaros y Colectivos chavistas tenían licencia para matar, violar mujeres, robar, pararte en una esquina y escupirte la cara, incendiarte el carro o pegarte un tiro en la cabeza y volarte los sesos.
Dejaron de disparar al aire  para apuntar sus armas a los infelices transeúntes que se topaban con ellos en la calle, a las casas o edificios, directamente, de frente, ya no para asustarlos sino para liquidarlos.
Los celulares dejaron de funcionar. A partir de ese momento ya nadie supo lo que pasaba en la calle de al lado. En las noches el suministro eléctrico era cortado. Como los vampiros o los lobos, Colectivos y Tupamaros cometían sus fechorías en las sombras. Eran tantos los muertos de cada noche que ya nadie los contaba.
Habíamos sido derrotados. Éramos muchos y cada día éramos más, pero eran ellos quienes tenían el poder y las armas. Ellos tenían cañones y nosotros razones. Pasó lo que tenía que pasar.
A partir de ese momento, enero de 2015, las fuerzas oficialistas tuvieron el camino tan libre como nunca. Ellos fueron los vencedores. Y lo sabían.
Nunca más volvimos a ver un puto dólar.
Al comienzo la gente se lamentaba porque ya no llegarían al país los nuevos modelos de celulares o de laptops. Las chicas pensaban en faldas y materiales de maquillaje, los chicos en motos y música.
Nunca más volvimos a tener internet, salvo para visitar las páginas oficiales del régimen triunfador. En un intento por congraciarse con sus seguidores, el Régimen diseñó una página a la que llamó Cara a Cara, una torpe imitación de Facebook. Y para los fans de Twitter, diseñaron Tuyyo.
No quiero aburrirlos y hacer de esta historia un relato más largo de lo que debería ser.
Para el 2017 Caracas fue, oficialmente, una ciudad socialista. Ese día fue oficialmente eliminado el último banco del país: el Banco de Venezuela.
Maduro dijo en su discurso: “hoy, 12 de diciembre de 2017, el capitalismo ya no existe en Venezuela. Nos costó 18 años de lucha espantarlo de nuestras tierras, pero ya lo logramos. Y fíjense como lo hemos hecho. No estamos expropiando ni eliminando un banco privado, del imperio. Estamos eliminando un banco nuestro, de nuestra propiedad. Un banco que al final de cuentas, su función no era otra que la acumulación de dinero, la acumulación de Capital. Ya eso no existe ni existirá en Venezuela”.
El socialismo tiene sus méritos y es justo reconocerlos: el gobierno de Maduro puso en cintura, mediante decreto Presidencial, más de cuarenta años de inflación y especulación. Los televisores pantalla plana, equipos de sonido, cámaras fotográficas digitales, computadoras, laptops, cocinas, neveras, lavadoras, todos esos productos se pusieron a precios dignos, accesibles, humanos. Claro, no se encontraban en ninguna tienda. Ni siquiera en el mercado negro.
Poco a poco comenzamos a tomar conciencia (¿conciencia socialista?) de que las bombas de agua de nuestros edificios se dañan y que necesitan repuestos para ser reparadas. Lo mismo ocurre con los ascensores. Y con los carros. Los celulares. Las cocinas. Las neveras. Los TV. Las radios. Aires acondicionados. Etc. Etc.
Aprendimos a remendar. Y aprendimos a resignarnos cuando el remiendo ya era inútil.
Cuando el ascensor se estropeaba, aprendimos a subir escaleras, ejercicio bueno para el corazón. Y cuando la bomba de agua del edificio caía en desgracia, pues aprendimos a bajar y subir escaleras con dos tobitos de agua: uno para el baños, la mierda, los meaos y toda esa vaina asquerosa, y el otro para bañarnos. El siguiente viaje de tobos sería para la cocina y para fregar los platos.
Uno a uno los carros de la burguesía se fueron parando: corolas, corsas, aveos, focus, WV, QQ. Un inyector, frenos, un radiador. Cualquier repuesto era una buena excusa para que el vehículo ya no se moviera más.
Repentinamente, las bicicletas se hicieron apetecibles como nunca. Pero ocurría que al igual que los repuestos, las bicis habían dejado de llegar al país hacía años.
A comienzo de la década de los veinte (hablo de los veinte nuestros, de 2020) el sueño del Comandante Eterno Hugo Chávez Frías se habían cumplido casi en su totalidad. Éramos una réplica del Mar de la Felicidad.
Caracas Socialista, territorio Libre de América. Territorio libre de luces de neón. De panfletos capitalistas estimulando el consumo desbocado. Una Caracas oscura. Una Caracas silenciosa.
Pero el venezolano es inteligente y amante de su libertad. Poco a poco, el venezolano de Petare, de Catia, de Caricuao. El venezolano de Tucupita, de San Carlos, de Maiquetía, de Los Erasos, de Propatria, de Mérida se fue dando cuenta de que algo andaba mal en esa Revolución Bolivariana.
Intentaron hacer calle. Intentaron protestar. Recordaban que en algún lado del país, en algún lado de la ciudad había gente que no quería esto. Salen a la calle y gritan, buscando su ayuda, su apoyo, su solidaridad. Pero nadie responde. Se han ido. Por las buenas o por las malas, en aviones o ataúdes. Pero lo cierto es que ya no están.
Cada noche, los Tupamaros y los Colectivos continúan sus rondan nocturnas. Matan, asesinan y joden a placer. Son una fuerza incontrolable. Y el Gobierno lo sabe. ¿Pregúntales si le importa?


Bélgica Zuloaga.